16.4.06
Breve encuentro
16-04-06
CARTA DEL DIRECTOR
Breve encuentro
PEDRO J. RAMIREZ
Por qué será que cada vez que he tenido la oportunidad de entrevistar a un presidente del Gobierno en La Moncloa me ha quedado después la misma ansiedad de la protagonista de aquella emocionante película romántica de David Lean que, al término de cada una de sus intensas y anheladas citas con un doctor idealista, tenía la sensación de que la experiencia se le escapaba entre los dedos -«Esto no puede durar, no hay nada que dure siempre...»- sin conseguir captar, ni menos aun fijar, su verdadera esencia?
Probablemente porque son tantas las responsabilidades -y oportunidades- del gobernante de un país desarrollado, con todos los mecanismos del Estado a su disposición, que es imposible incluir el escrutinio completo de su labor en el formato de una auditoría periodística, por ambiciosa que ésta sea. Y también porque el poder se nutre de la distancia y ésta genera códigos de hermetismo muy difíciles de traspasar.
Debo decir que ésta es la ocasión en la que creo haber quedado más cerca de conseguirlo, aunque paradójicamente corresponda al repaso del bienio en el que -con la excepción quizás de los dos primeros años de Adolfo Suárez-, el inquilino de La Moncloa anda metido en un laberinto de mayor complejidad y más incierto desenlace.
Al llegar al ecuador de la legislatura -mañana se cumple el segundo aniversario de su toma de posesión ante el Rey- Zapatero ha aceptado conversar, por supuesto responder y a menudo discutir, sin límite de tiempo, sobre todos los aspectos de su proyecto político.Sobre las personas y sobre las leyes. Sobre lo que ya ha sido piedra de escándalo y sobre los debates que están al caer.
Las casi cinco horas de entrevista han quedado sintetizadas en estas dos conversaciones que a modo de sendos ríos, con sus meandros y torrenteras pero también con sus espacios para la reflexión serena, recorrerán hoy y mañana todos los parajes de la actualidad. La primera transcurre a través de la política y tiene mucho de debate dialéctico, de juego de esgrima con su correspondiente toma y daca. La segunda repasa la visión que el presidente tiene del Estado, en relación sobre todo al Estatuto de Cataluña y al proceso de paz en el País Vasco, y adquiere a veces la profundidad propia de las cuestiones constitucionales.
Más brillante y convincente en unos asuntos que en otros, siempre articulado y a veces persuasivo, Zapatero da la sensación de sentirse como pez en el agua en este ejercicio de democracia deliberativa. O casi habría que decir adversativa, pues, de hecho, son las múltiples preguntas a la contra las que, cual banderillas negras, espolean su amor propio y desencadenan sus respuestas más interesantes y significativas.
En la cima de su popularidad, con un horizonte aparentemente propicio para la reelección, pero empeñado a la vez en una peligrosa exploración por la terra incognita del proceso de paz con ETA, Zapatero ha aceptado este minucioso examen por parte de uno de los medios habitualmente más críticos con su política, no sólo como un gesto de ejemplaridad democrática, sino también como un reto personal.
Tras las detalladas referencias a nuestros titulares, editoriales, fotografías de portada o investigaciones sobre el 11-M, se percibe un saludable deseo de convencer mediante la réplica a quienes no pensamos como él. De ahí la inquietante contradicción entre esa apertura de la voluntad y el repliegue maniqueo de su razón cuando toca hablar de la derecha en general o el PP en particular.Quizá la clave la descubrirá mañana el lector cuando vea que el presidente propugna «tener una ética práctica».
¡Ay de quien le minusvalore! Nadie puede negar que de esa suma de contrarios que componen su pragmatismo y su ilusión, su audacia y su paciencia, su frialdad y su entusiasmo, ha brotado un impulso político de primera magnitud que está transformando España y que -por escueta y efímera que parezca su cita con la Nación una vez concluida- condicionará durante mucho tiempo nuestro futuro. Lo cómodo es emitir sentencia firme cuando apenas ha comenzado el proceso: abrazar ovinamente, como tantos colegas, este nuevo avance de las fuerzas del progreso o encastillarse en la reflexión que también hace la heroína de Breve encuentro: «¡Es tan fácil mentir cuando sabes que te creen a ojos cerrados!»
Estoy convencido de que Zapatero no miente cuando pronostica que todo este deshacer para rehacer en el que está empeñado desembocará en una España unida, estable y próspera. Pero es muy posible que se equivoque. Frente a su contagioso optimismo que minusvalora las potenciales vías de conflicto que se abren tanto con el Estatuto -en nuestra opinión «la peor ley de la Democracia»- como con la negociación con ETA/Batasuna, yo veo el enorme riesgo de que esos procesos sirvan de factor de aceleración hacia la quiebra del Estado en escenarios tan verosímiles como una crisis económica aguda, un conflicto bélico con reverberaciones mundiales o un simple cambio del viento político en España.
Reconozco, sin embargo, que ese determinismo, que en definitiva presupone que volverá a ocurrir lo que ya sucedió otras veces, no es inexorable y que la Historia no tiene por qué repetirse ni como tragedia ni como farsa. Cuando Stefan Zweig alega que el gran pecado de la Revolución Francesa fue «haberse embriagado de palabras sangrientas» porque «los hechos siguieron fatalmente a las expresiones frenéticas», está sugiriendo que sensu contrario también pueden crearse una cultura y una praxis pacifistas a base de no dejar ni un solo día de ensalzarlas. Zapatero está en ésas -lean su última respuesta de mañana-, pedagógicamente empeñado en cuerpo y alma; y, por el bien de todos, no puedo dejar de desearle suerte. Que la va a necesitar.
Probablemente porque son tantas las responsabilidades -y oportunidades- del gobernante de un país desarrollado, con todos los mecanismos del Estado a su disposición, que es imposible incluir el escrutinio completo de su labor en el formato de una auditoría periodística, por ambiciosa que ésta sea. Y también porque el poder se nutre de la distancia y ésta genera códigos de hermetismo muy difíciles de traspasar.
Debo decir que ésta es la ocasión en la que creo haber quedado más cerca de conseguirlo, aunque paradójicamente corresponda al repaso del bienio en el que -con la excepción quizás de los dos primeros años de Adolfo Suárez-, el inquilino de La Moncloa anda metido en un laberinto de mayor complejidad y más incierto desenlace.
Al llegar al ecuador de la legislatura -mañana se cumple el segundo aniversario de su toma de posesión ante el Rey- Zapatero ha aceptado conversar, por supuesto responder y a menudo discutir, sin límite de tiempo, sobre todos los aspectos de su proyecto político.Sobre las personas y sobre las leyes. Sobre lo que ya ha sido piedra de escándalo y sobre los debates que están al caer.
Las casi cinco horas de entrevista han quedado sintetizadas en estas dos conversaciones que a modo de sendos ríos, con sus meandros y torrenteras pero también con sus espacios para la reflexión serena, recorrerán hoy y mañana todos los parajes de la actualidad. La primera transcurre a través de la política y tiene mucho de debate dialéctico, de juego de esgrima con su correspondiente toma y daca. La segunda repasa la visión que el presidente tiene del Estado, en relación sobre todo al Estatuto de Cataluña y al proceso de paz en el País Vasco, y adquiere a veces la profundidad propia de las cuestiones constitucionales.
Más brillante y convincente en unos asuntos que en otros, siempre articulado y a veces persuasivo, Zapatero da la sensación de sentirse como pez en el agua en este ejercicio de democracia deliberativa. O casi habría que decir adversativa, pues, de hecho, son las múltiples preguntas a la contra las que, cual banderillas negras, espolean su amor propio y desencadenan sus respuestas más interesantes y significativas.
En la cima de su popularidad, con un horizonte aparentemente propicio para la reelección, pero empeñado a la vez en una peligrosa exploración por la terra incognita del proceso de paz con ETA, Zapatero ha aceptado este minucioso examen por parte de uno de los medios habitualmente más críticos con su política, no sólo como un gesto de ejemplaridad democrática, sino también como un reto personal.
Tras las detalladas referencias a nuestros titulares, editoriales, fotografías de portada o investigaciones sobre el 11-M, se percibe un saludable deseo de convencer mediante la réplica a quienes no pensamos como él. De ahí la inquietante contradicción entre esa apertura de la voluntad y el repliegue maniqueo de su razón cuando toca hablar de la derecha en general o el PP en particular.Quizá la clave la descubrirá mañana el lector cuando vea que el presidente propugna «tener una ética práctica».
¡Ay de quien le minusvalore! Nadie puede negar que de esa suma de contrarios que componen su pragmatismo y su ilusión, su audacia y su paciencia, su frialdad y su entusiasmo, ha brotado un impulso político de primera magnitud que está transformando España y que -por escueta y efímera que parezca su cita con la Nación una vez concluida- condicionará durante mucho tiempo nuestro futuro. Lo cómodo es emitir sentencia firme cuando apenas ha comenzado el proceso: abrazar ovinamente, como tantos colegas, este nuevo avance de las fuerzas del progreso o encastillarse en la reflexión que también hace la heroína de Breve encuentro: «¡Es tan fácil mentir cuando sabes que te creen a ojos cerrados!»
Estoy convencido de que Zapatero no miente cuando pronostica que todo este deshacer para rehacer en el que está empeñado desembocará en una España unida, estable y próspera. Pero es muy posible que se equivoque. Frente a su contagioso optimismo que minusvalora las potenciales vías de conflicto que se abren tanto con el Estatuto -en nuestra opinión «la peor ley de la Democracia»- como con la negociación con ETA/Batasuna, yo veo el enorme riesgo de que esos procesos sirvan de factor de aceleración hacia la quiebra del Estado en escenarios tan verosímiles como una crisis económica aguda, un conflicto bélico con reverberaciones mundiales o un simple cambio del viento político en España.
Reconozco, sin embargo, que ese determinismo, que en definitiva presupone que volverá a ocurrir lo que ya sucedió otras veces, no es inexorable y que la Historia no tiene por qué repetirse ni como tragedia ni como farsa. Cuando Stefan Zweig alega que el gran pecado de la Revolución Francesa fue «haberse embriagado de palabras sangrientas» porque «los hechos siguieron fatalmente a las expresiones frenéticas», está sugiriendo que sensu contrario también pueden crearse una cultura y una praxis pacifistas a base de no dejar ni un solo día de ensalzarlas. Zapatero está en ésas -lean su última respuesta de mañana-, pedagógicamente empeñado en cuerpo y alma; y, por el bien de todos, no puedo dejar de desearle suerte. Que la va a necesitar.