6.9.06
Alatriste
6-08-06
AL ABORDAJE
Alatriste
DAVID GISTAU
Esta vez, el soldado Ryan es un señor de Murcia. Y los veteranos que se curan a trago limpio las heridas interiores y la sensación de abandono no lo son de Vietnam, sino de Flandes. Por eso el estreno de 'Alatriste' se convirtió en un acontecimiento de masas. Porque, a diferencia del americano, que es el espejo en el camino que Stendhal veía en la novela, son raras las ocasiones en que el cine español se libera de los prejuicios que nos mantienen distantes y avergonzados de nuestra propia Historia para recuperarla con una mirada de la que ni siquiera esperamos que sea entusiasta como el confeti de un desfile de la victoria o como el beso en Times Square.
Esto no es Top Gun: de aquí no saldrá ningún adolescente épico con ganas de alistarse. Porque no hace falta. Porque lo que se cuenta es la decadencia de una nación terminal y odiada, carcomida de intrigas y muy sola, que arrastra en su extinción a toda una generación perdida, derrotada incluso cuando vence, que no ignora que su tiempo ha pasado y que lo que sigue es el olvido: «Cuenta lo que fuimos», ya sólo piden eso, cuando ni el salario llega.
La película es aburrida casi siempre. Esboza varios argumentos de las estupendas novelas de Pérez-Reverte sin desarrollar ninguno, sin que nada acabe de llegar a ninguna parte. Además, cuesta engancharse a un Alatriste, el de Viggo Mortensen, que habla como si estuviera visitando a un logopeda para rehabilitarse de un derrame cerebral: las frases más trágicas se van al carajo y hasta quedan cómicas porque parece que las pronuncia Tony Leblanc haciendo de gangoso. Pero se derrama en un final emocionante, con esa cuadrilla de soldados que, estropeados por el combate, caminan como si salieran de un bar y deciden no renunciar a su postura ni sobrevivir a su tiempo, que de todas formas ya les ha regurgitado y pretende purgarlos con la horca de uno en uno. Después de eso, lo que queda es el nacimiento de un dolor colectivo que prepara el 98, de una oscuridad con España como problema de la que tardaríamos siglos en salir y en la que luego nos enterrarían aún más monarcas como Fernando VII, «vivan las caenas». Salió uno del cine en un estado tal, con los zapatos tan sucios de pisar los escombros de los muros de la patria mía, que casi apetecía ir a la plaza de Castilla a recibir a la selección de baloncesto.
Porque la España de Pau Gasol vale como consuelo de la del capitán Alatriste, que carga, pobre hombre, con todas las cicatrices y las tristezas de un país en el que, en cuanto hay pretexto o tan sólo una buena bolsa de monedas, siempre nos da «por matarnos entre nosotros». Que ésta fue otra de las buenas frases que Viggo le arruinó a Diego en la película.
Esto no es Top Gun: de aquí no saldrá ningún adolescente épico con ganas de alistarse. Porque no hace falta. Porque lo que se cuenta es la decadencia de una nación terminal y odiada, carcomida de intrigas y muy sola, que arrastra en su extinción a toda una generación perdida, derrotada incluso cuando vence, que no ignora que su tiempo ha pasado y que lo que sigue es el olvido: «Cuenta lo que fuimos», ya sólo piden eso, cuando ni el salario llega.
La película es aburrida casi siempre. Esboza varios argumentos de las estupendas novelas de Pérez-Reverte sin desarrollar ninguno, sin que nada acabe de llegar a ninguna parte. Además, cuesta engancharse a un Alatriste, el de Viggo Mortensen, que habla como si estuviera visitando a un logopeda para rehabilitarse de un derrame cerebral: las frases más trágicas se van al carajo y hasta quedan cómicas porque parece que las pronuncia Tony Leblanc haciendo de gangoso. Pero se derrama en un final emocionante, con esa cuadrilla de soldados que, estropeados por el combate, caminan como si salieran de un bar y deciden no renunciar a su postura ni sobrevivir a su tiempo, que de todas formas ya les ha regurgitado y pretende purgarlos con la horca de uno en uno. Después de eso, lo que queda es el nacimiento de un dolor colectivo que prepara el 98, de una oscuridad con España como problema de la que tardaríamos siglos en salir y en la que luego nos enterrarían aún más monarcas como Fernando VII, «vivan las caenas». Salió uno del cine en un estado tal, con los zapatos tan sucios de pisar los escombros de los muros de la patria mía, que casi apetecía ir a la plaza de Castilla a recibir a la selección de baloncesto.
Porque la España de Pau Gasol vale como consuelo de la del capitán Alatriste, que carga, pobre hombre, con todas las cicatrices y las tristezas de un país en el que, en cuanto hay pretexto o tan sólo una buena bolsa de monedas, siempre nos da «por matarnos entre nosotros». Que ésta fue otra de las buenas frases que Viggo le arruinó a Diego en la película.