1.9.06

 

Mi largo viaje a la derecha

 

01-09-06


LOS PLACERES Y LOS DIAS

Mi largo viaje a la derecha


FRANCISCO UMBRAL


Los niños españoles nacíamos falangistas como los niños moros nacen moritos. Era una cosa de la raza, cruzada con la política, que solía dar buenos resultados y gitanillos como El Lute, que ahora sale en este periódico muy honrado y bien elegido. Pero los niños, a pesar del franquismo y de la guerra ganada, no nacíamos de derechas ni de izquierdas, sino que ya éramos, en el vientre de la joven madre, unos hijos de la calle, la primera generación libre y libertaria que despuntaba en España, una cosa que la gran derecha no deseaba en absoluto porque aquellos señores iban a perpetrar una República, la II, y fuera del Ateneo no lo veían nada claro. Sólo los artículos de Ortega les fertilizaban un poco para poner bombas.

En mitad de este no ser una cosa ni otra, que le hubiera encantado a Sartre para escribir siempre contra sí mismo, ocurre que nací yo en una familia de izquierdas y tuve que iniciar en seguida mi largo viaje a la derecha, donde me estaban esperando los abuelos hidalgos y con título, los espejos requemados y lampasados del salón y, en fin, mi largo viaje a la derecha, que es el que metía a los falangistas en casa. Recuerdo a uno con esa cara de Fidel Castro que tienen todos los revolucionarios. Mi primo y yo jugábamos y dibujábamos con papeles, pero de pronto me eché a llorar porque mi primo mayor robaba siempre los lapiceros largos y a mí me quedaban solamente los de punta gastada. Era un pleito entre hermosos segundones, hasta que el falangista de turno cogió el lápiz largo, lo partió en dos y nos dio una mitad a cada uno.

Comprendí de golpe que eso era la revolución, lo que había vuelto revolucionario a José Antonio. Ya tenía yo mi programa político completo: tirar siempre a la derecha y romper muchos lapiceros. Los lapiceros eran para nosotros, niños revolucionarios, los molinos de Don Quijote. Pero aquel falangista amigo sin duda me encontraba todavía aspecto de lapicero mal afilado, de fascista sin apenas puntera, y me llevó al Retiro a montar en los autos de choque (entonces había: ahora sólo hay mamporreros que siguen buscando a Pío Baroja a media tarde, cuando pasea, para darle una pasada por rojo). Estas excursiones antibarojianas y otras aventuras impropias consiguieron hacer de mí un anarquista guapo, pues los anarquistas que salen feos tienen que ponerse al margen de la Historia a vender relojes parados en el Rastro.

Lo cual que Azaña y Franco nunca se llevaron bien. Don Manuel argumentaba con el militarismo francés, que había estudiado largamente en París, y Franco seguía muy puesto en el machismo académico de los Tercios de Flandes.

Cuando, en plena República, Franco salía de ver a Don Manuel pensaba asimismo que estos señores que van de gris no harán nunca la revolución pendiente, de modo que la hicieron ellos, los franquistas africaners, para que hoy la continuase Zapatero desmontando por el aire el caballo más inteligente de la Guerra Civil. La revolución la hizo Utrera Molina, según nos cuenta este periódico y según me ha contado a mí Utrera cuando viene de Málaga a echar versos (todo falangista lleva de relleno un poeta). Y un lapicero.

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