7.9.06

 

Cuando el silencio habla

 

7-08-06


TRIBUNA LIBRE

Cuando el silencio habla


ALFONSO PINILLA GARCIA

No hay nada peor para un orador que enfrentarse a un auditorio ausente, enfermo de abulia ante su exposición. No hay nada peor para la libertad que el bigote impertinente de un tricornio salvapatrias. No hay nada peor para una democracia que un parlamento de papel sordo ante la crisis. Si las rotativas no trasladan los muchos colores que impregnan el lienzo de la actualidad, nos enfrentaremos a un mundo huérfano de desajustes, libre de azares y huero de incertidumbres. Pero los sistemas vivos aprenden a través del error, se mejoran gestionando antagonismos y mutan integrando aquello que se les opone. Los dinosaurios no pudieron adaptarse al impresionante cambio climático que tuvo lugar en la Tierra hace millones de años, pero muchos insectos sí. Más pequeños y delicados, supieron genéticamente encajar el golpe de un planeta que se rebelaba contra glaciares y meteoritos. La mosca común sobrevivió, el dinosaurio sólo es ya un suspiro del celuloide que ruge bajo la batuta de Spielberg.

Cuando una sociedad cierra los ojos, tapa sus oídos y sella su boca ante la estridencia de los problemas que la asolan, está iniciando sin remedio un viaje hacia el desencanto. Hay que gritar los silencios. Lo peor que puede ocurrir es que el telediario no se abra con las contradicciones de nuestro mundo, que los periódicos no escriban los ruidos de la realidad y que la radio no exponga en sus tertulias el amplio abanico de verdades con que puede airearse una mentira.

La desmovilización y el desencanto formaron el inmisericorde látigo con el que los golpistas del 81 domaron, una fría noche de febrero, a los leones guardianes de las Cortes. Su estridente rugido se convirtió en el maullido tímido de quien, sorprendido, se ve desbordado por las circunstancias. ¿Qué habría sido de este país si la Ser, con José María García a la cabeza, no hubiera relatado aquella noche el partido más difícil, la victoria más inquietante de un equipo -la democracia-, enfermo de pasado y ávido de futuro? Cuando en los minutos de descuento, José María vio salir a los diputados, muchos periodistas españoles comprendieron que esa democracia sólo se salvaría apelando a la autocrítica.

A ella dedicaron sus esfuerzos el mejor Juan Luis Cebrián de El País o el joven Pedro J. Ramírez de Diario 16, apoyados por otros medios como ABC, plenamente defensores de la democracia y a la vez comprometidos con una depuración prudente de responsabilidades dentro de las Fuerzas Armadas. España, tras el golpe, se había convertido en el delicado cristal de Bohemia que puede romperse en mil pedazos al más mínimo grito. Sin vociferar, pero con una tarea callada, muchos periodistas, historiadores, e incluso militares, investigaron el golpe para verificar que lo ocurrido el día 23 no era más que la punta de un profundo iceberg. Bajo el mar se escondían desajustes tan interesantes como el apoyo de una parte del Cesid al general Armada, o el coqueteo del antiguo secretario de la Casa Real con algunos destacados miembros de la clase política, cuyo antisuarismo les había situado en la órbita del Gobierno de concentración propuesto por el general gallego. La diáfana versión del golpe, donde un Rey campeón había salvado a la democracia, aprovechando la inmaculada lealtad del Ejército a la Carta Magna, se doblaba como una pajarita de papel en cuyos pliegues palpitaban otras realidades quizá más incómodas, pero también más clarificadoras.

El Rey había vinculado la continuidad de la monarquía a la democracia surgida de la Transición; por eso, guardar la primera implicaba necesariamente defender la segunda. Juan Carlos I salvó la democracia salvándose a sí mismo, tal y como le obligaba su sentido común, su deber al frente de la Corona y su lógico instinto de supervivencia. Aquella heroicidad fue más racional que pasional, pues para capear el viento equivocado de la Historia, el Rey prefirió el leve aleteo de la libélula al sincopado alarido del dinosaurio. La delicadeza de la primera al abrazar la incertidumbre le salvó del probable naufragio.

¿Y el Ejército? La versión bienpensada y bienpensante lo sitúa como adalid defensor de la Constitución: una mayoría de militares prodemócratas habría superado a la minoría sediciosa representada por Tejero, Milans, Armada y unos pocos más. Si así hubiera sido, Gutiérrez Mellado no tendría que haber luchado durante la Transición por poner en los puestos fundamentales de mando a generales afectos al proyecto reformista, con el consiguiente desprecio que ello le acarrearía entre buena parte de la vieja guardia, aún fiel a Franco. Si así hubiera sido, el Rey no habría tardado tanto tiempo en convencer a los capitanes generales de que era necesario observar los principios constitucionales durante aquella noche del golpe. El Ejército heredado del franquismo se mantuvo fiel a la democracia porque así lo dictó su Jefe Supremo, el Rey Juan Carlos. Fue una cuestión de disciplina, y no de amor límpido a una democracia que -según muchos militares - no había sido capaz de solucionar el problema de las autonomías, la crisis económica, la inseguridad ciudadana y el terrorismo.

Una cosa es lo pintado, y otra muy distinta lo vivo, por eso no conviene perderse entre un bosque de unanimidades que impida ver los muchos matices de los que se compone la realidad. El excelente historiador Manuel Tuñón de Lara explicaba así una de las causas del golpe en las páginas de Diario 16: «Cuando un régimen se transforma en otro sin cambiar sus estructuras fundamentales, sólo cabe esperar dos cosas: o que las personas que han formado y mantenido el régimen anterior se conviertan colectivamente al nuevo, o que se inicie una lenta marcha hacia la conspiración (...). Lo necesario, ahora, es que el Ejército asuma la defensa de la Constitución y que los mandos de la Policía sean democráticos». Las contradicciones intrínsecas de la Transición habían propiciado que el pasado dictatorial, aún superviviente, hubiera lanzado su último órdago al tambaleante presente democrático.

Fracasado ese órdago, los mimbres de la consolidación democrática pasaron por una lenta, pero prudente, depuración dentro del Ejército, a la vez que la clase política, el pueblo español y los medios de comunicación iniciaban una dolorosa revisión autocrítica de sus últimas actitudes. Sin esta delicada urdimbre, la democracia podría haberse convertido otra vez -tal y como Suárez vaticinó durante su discurso de despedida- en un breve paréntesis dentro de la Historia de España.

¿Y ahora qué? Precisamente cuando los árboles unánimes levantados por la versión oficial del 11-M no nos dejan ver el bosque del acontecimiento, rechazamos de plano, a las primeras de cambio, los esfuerzos del periodismo de investigación por arrojar luz a tanta penumbra. La dudosa consistencia de las principales pruebas sobre las que se levanta el sumario, la posible conexión de los terroristas islámicos con los etarras o la inquietante intervención de confidentes policiales en toda la trama son piezas suficientes para replantearse la composición de todo el puzzle. Y, sin embargo, en vez de romper el silencio abúlico de la inconsciencia, nos hacen mirar hacia otro lado. Ni un solo telediario ha abierto estos días con las revelaciones de EL MUNDO. Ningún otro periódico ha dedicado páginas al respecto, y podemos repasar internet o las ondas para confirmar, salvo honrosas excepciones, esta realidad.

La democracia no sólo pasa cada cuatro años por las urnas, ni es un palacio bullicioso en la Carrera de San Jerónimo. También hay un parlamento de papel que debería ser espejo de lo que pasa. Cuanto menos colores albergue ese parlamento, más cerca estará de dibujarse en nuestra mente el lienzo gris del silencio, la unanimidad eterna del sectarismo y el peligroso tricornio de la impostura. En la base de un iceberg que tan sólo algunos han decidido explorar, se encuentran las claves de un acontecimiento crucial para entender la reciente Historia de España. De nuestra capacidad para dialogar cara a cara con los silencios depende la salud de una democracia que no puede hallarse suspendida, otra vez, entre los paréntesis del desencanto.

Alfonso Pinilla García es profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Extremadura.

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