7.12.06
COMENTARIOS LIBERALES Políticos FEDERICO JIMÉNEZ LOSANTOS
7-12-06
COMENTARIOS LIBERALES
Políticos
FEDERICO JIMÉNEZ LOSANTOS
Más que en campaña, hemos entrado en época de celo electoral, que es la circunstancia en que los políticos profesionales se manifiestan más políticamente, es decir, más de acuerdo con lo que cierto señor importante, seguramente poseído de espíritu indigenista, llamaba «su peculiar indiosincrasia».
Nunca el político lo es tanto como en la cercanía del voto, fuente de su poder, salvo en un trance: el cultivo y mimo del favor del secretario general, fautor de las listas electorales y sumo hacedor político. Hay quien florece en la intriga y padece en la campaña, mientras que otros disfrutan halagando a sus bases electorales mientras sufren las servidumbres cortesanas lo mejor que pueden, que muchas veces no pueden. Ahora bien, la ambición de poder, que es el motor esencial de la vocación política, se manifiesta de forma esplendorosa cuando llega esta especie de berrea electoral interminable que enlaza unas elecciones con otras, como la que puede llegar hasta marzo del año que viene, límite técnico para convocar las elecciones generales, previo paso por las municipales y autonómicas el próximo mes de junio.
En general, a mí los políticos españoles me recuerdan el adulterio mediterráneo: nadie más obsequioso que el que está decorando la frente del cónyuge. En Italia, o al menos en sus películas costumbristas, han llegado a tal virtuosismo en la devaluación de la virtud que uno llega a pensar si el adulterio no será la forma más sinuosa y eficaz de conservar la pasión dentro del matrimonio. Una variante de la civilización de cornac es la que resume impía pero elocuentemente esa frase catalana que a menudo cita Carmen Rigalt: «El matrimoni es una creu; y l amant, el Cirineu». ¡Ah, la sabiduría popular!
El político de raza (se dice también de los caballos y de los periodistas, pero no de los ingenieros o los arquitectos) tiene dos caras en época electoral: una es la de encantador del votante; y otra, la de insomne indagador de la intención de voto. En la primera, seduce; en la segunda, es seducido por la opinión pública, cuya volubilidad es tan extrema que sólo mediante los demóscopos, es decir, los arriolos y tezanos, werts y no werts, malodemolinas y santamarías, se puede interpretar con alguna solvencia. No es que no fallen, es que son los únicos que han hecho una profesión de sus fallos, lo que no deja de ser una hazaña.
Si por mí fuera, habría elecciones a todo una vez al año; como mucho, cada dos, porque hay que ver con qué cariño nos tratan entonces los políticos, pero por no ver ese egoísmo vertiginosamente ambicioso, propio de ludópata, del político encuestívoro, las perdonaría. Claro que sin política, sólo cabe la dictadura; y sin partidos políticos, sólo hay caudillos, demagogos y botarates.
Politiqueemos, pues.
Nunca el político lo es tanto como en la cercanía del voto, fuente de su poder, salvo en un trance: el cultivo y mimo del favor del secretario general, fautor de las listas electorales y sumo hacedor político. Hay quien florece en la intriga y padece en la campaña, mientras que otros disfrutan halagando a sus bases electorales mientras sufren las servidumbres cortesanas lo mejor que pueden, que muchas veces no pueden. Ahora bien, la ambición de poder, que es el motor esencial de la vocación política, se manifiesta de forma esplendorosa cuando llega esta especie de berrea electoral interminable que enlaza unas elecciones con otras, como la que puede llegar hasta marzo del año que viene, límite técnico para convocar las elecciones generales, previo paso por las municipales y autonómicas el próximo mes de junio.
En general, a mí los políticos españoles me recuerdan el adulterio mediterráneo: nadie más obsequioso que el que está decorando la frente del cónyuge. En Italia, o al menos en sus películas costumbristas, han llegado a tal virtuosismo en la devaluación de la virtud que uno llega a pensar si el adulterio no será la forma más sinuosa y eficaz de conservar la pasión dentro del matrimonio. Una variante de la civilización de cornac es la que resume impía pero elocuentemente esa frase catalana que a menudo cita Carmen Rigalt: «El matrimoni es una creu; y l amant, el Cirineu». ¡Ah, la sabiduría popular!
El político de raza (se dice también de los caballos y de los periodistas, pero no de los ingenieros o los arquitectos) tiene dos caras en época electoral: una es la de encantador del votante; y otra, la de insomne indagador de la intención de voto. En la primera, seduce; en la segunda, es seducido por la opinión pública, cuya volubilidad es tan extrema que sólo mediante los demóscopos, es decir, los arriolos y tezanos, werts y no werts, malodemolinas y santamarías, se puede interpretar con alguna solvencia. No es que no fallen, es que son los únicos que han hecho una profesión de sus fallos, lo que no deja de ser una hazaña.
Si por mí fuera, habría elecciones a todo una vez al año; como mucho, cada dos, porque hay que ver con qué cariño nos tratan entonces los políticos, pero por no ver ese egoísmo vertiginosamente ambicioso, propio de ludópata, del político encuestívoro, las perdonaría. Claro que sin política, sólo cabe la dictadura; y sin partidos políticos, sólo hay caudillos, demagogos y botarates.
Politiqueemos, pues.