5.10.06
La guerra sucia
05-10-06
AL ABORDAJE
La guerra sucia
DAVID GISTAU
El libro que Melchor Miralles y Antonio Onetti acaban de publicar sobre los GAL debiera ser tan sólo la minuciosa revisión histórica, al modo de Oliver Stone en JFK, de una época de infamia que sirviera de advertencia para las siguientes generaciones. Mientras juntaban piezas hasta completar la síntesis perfecta del macabro serial que arrebató a España la inocencia utópica de la primera hora democrática, lo que los autores no podían sospechar es que este retrato del Mr. Hyde felipista tuviese una vigencia tan actual.
Como si Zetapé, que antaño intentó desbrozarse las ramas culpables de su genealogía, hubiera terminado atrapado en un bucle donde la historia se repite, sí, pero no como farsa. Y donde el típex sustituye a la cal sin que en cambio a Rubalcaba le sustituya nadie.
Si Melchor Miralles hubiera acatado la consigna ahora renovada de respetar las instituciones en lugar de desafiarlas, él se habría perdido su viaje al corazón de las tinieblas, la gran aventura profesional de su vida, la que empapa el libro concediéndole una cercanía de protagonista esencial de lo acontecido de la que no son capaces los reporteros que llegan a la escena del crimen cuando sólo quedan siluetas de tiza.
Y el Estado habría salido impune de una trama criminal que sacudió todas las conciencias, salvo las que prefirieron mirar para otro lado entonces como ahora y, ahora como entonces, escogen abatir al reportero lamentando, como Gabilondo ayer mismo, no disponer de mecanismos arbitrarios con los que silenciarle.
Miralles está más apartado de la trinchera, tal vez autorizado por la sensación de haber cumplido con todo cuanto le fue exigido por la vocación periodística.
Sin embargo, no ha perdido la mirada del reportero ahora que, como productor cinematográfico, va estrenando por entregas unos «episodios nacionales» que arrancaron con Lobo y que aspiran a contar, con la inmediatez tan propia del cine americano, los tiempos que le tocó vivir en primera línea de redacción. El lenguaje cinematográfico que ha pergeñado con Courtois tiene mucho en común con la prosa del libro que ha escrito con Onetti. La historia es tan poderosa que importa más que cualquier alharaca estilística. Y no hay una sola línea que no venga cargada de información, no hay un solo renglón disparado al aire o desperdiciado en digresiones literarias. Son las reglas que dejó asentadas Truman Capote cuando inventó la non-fiction novel con A sangre fría.
Sólo que Capote llegó al escenario del crimen cuando sólo quedaban siluetas de tiza, mientras que Melchor es parte intensa de esta historia en la que también cuenta su propia vida, sus mejores años. Cuando todo un Gobierno temblaba si Miralles firmaba la crónica.
Como si Zetapé, que antaño intentó desbrozarse las ramas culpables de su genealogía, hubiera terminado atrapado en un bucle donde la historia se repite, sí, pero no como farsa. Y donde el típex sustituye a la cal sin que en cambio a Rubalcaba le sustituya nadie.
Si Melchor Miralles hubiera acatado la consigna ahora renovada de respetar las instituciones en lugar de desafiarlas, él se habría perdido su viaje al corazón de las tinieblas, la gran aventura profesional de su vida, la que empapa el libro concediéndole una cercanía de protagonista esencial de lo acontecido de la que no son capaces los reporteros que llegan a la escena del crimen cuando sólo quedan siluetas de tiza.
Y el Estado habría salido impune de una trama criminal que sacudió todas las conciencias, salvo las que prefirieron mirar para otro lado entonces como ahora y, ahora como entonces, escogen abatir al reportero lamentando, como Gabilondo ayer mismo, no disponer de mecanismos arbitrarios con los que silenciarle.
Miralles está más apartado de la trinchera, tal vez autorizado por la sensación de haber cumplido con todo cuanto le fue exigido por la vocación periodística.
Sin embargo, no ha perdido la mirada del reportero ahora que, como productor cinematográfico, va estrenando por entregas unos «episodios nacionales» que arrancaron con Lobo y que aspiran a contar, con la inmediatez tan propia del cine americano, los tiempos que le tocó vivir en primera línea de redacción. El lenguaje cinematográfico que ha pergeñado con Courtois tiene mucho en común con la prosa del libro que ha escrito con Onetti. La historia es tan poderosa que importa más que cualquier alharaca estilística. Y no hay una sola línea que no venga cargada de información, no hay un solo renglón disparado al aire o desperdiciado en digresiones literarias. Son las reglas que dejó asentadas Truman Capote cuando inventó la non-fiction novel con A sangre fría.
Sólo que Capote llegó al escenario del crimen cuando sólo quedaban siluetas de tiza, mientras que Melchor es parte intensa de esta historia en la que también cuenta su propia vida, sus mejores años. Cuando todo un Gobierno temblaba si Miralles firmaba la crónica.